NEW? York

Pasé por Nueva York pocas horas. Sin disimular el aspecto paleto del aldeano que nunca antes pisó la gran ciudad, llevaba mochila y cámara (agua como carburante y unos ojos de repuesto, para multiplicar la limitada memoria visual de mis retinas).

NYC. Urbe inabarcable, cosmopolita pero, sobre todo, poderosa. La supremacía económica se mascaba en el aire, entre los precipicios que la altura de los rascacielos diseñaban en las calles. Un poco de verde y mucho asfalto salpicado de cabs amarillos y… un fluir imparable de gente: desde la más burda, hasta las más hortera, pasando por la galería infinita de seres humanos normales. La ciudad que nunca duerme, ronroneaba mi estereotipo mental.

Pero si alguien te vigilaba sin tregua eran esas dos Torres idénticas. Gemelas, como los ojos, miraban día y noche desde una altura omniabarcante. No había escondite para evadirlas. Sólo cabía sumergirse en la ciudad underground. Grandes entre los más grandes. Su pararrayos gigante parecía capaz de frenar cualquier descarga del cielo. Desde un ferry, puesto visual fronterizo y equidistante, clamaba el descalabro: la Estatua de la Libertad quedaba enana comparada con las Reinas de Manhattan. El poder y el dinero (también gemelos) ganaron el pulso a la Libertad.

Anclada ya en Liberty Island compartí con un mosaico de gente el éxtasis de admirar la famosa skyline por vez primera. La imagen parecía irreal, tamizada por una neblina que sudaba el calor sofocante. Pero el sol del verano, que chorreaba luz sobre el ombligo del mundo, hacía su poderío más aúreo, y demostraba que aquello no era un decorado de cartón piedra.

Sólo los albatros y gaviotas osaban interferirse en nuestra contemplación. Yo no pedí al pájaro que posara en la barandilla. Lo confundí con una paloma de la paz. Y me sorprendió su ingenuidad: no miraba con pleitesía a las Gemelas todopoderosas. Las dejó a la espalda y apuntó hacia el horizonte, donde el mar y el cielo se besan, donde la belleza no cuesta dólares. Su independencia y señorío me reforzaron la impresión de felicidad que emanaba aquella cultura. Un sueño americano cimentado en el bienestar y la estabilidad permanentes, que se antojaban regalos eternos. Todo parecía gritar que, realmente, Dios había bendecido América.

11s_nyCuando pocos días después vi esfumarse las torres como si el suelo se abriera para tragarlas, golpeadas desde el cielo por pájaros de manufactura humana, devorando en su agonía a miles de personas, arrastrando en su desplome el equilibrio del país emperador del mundo, hiriendo de muerte a todo un way of life, quise coger en las manos mi imagen: para acariciarla no sólo con los ojos, también con los dedos.

Era verdad. Hubo un tiempo, tan sólo una semana antes, en el que Nueva York gozaba del verano. El sol doraba un paraíso de poder, riqueza y orgullo. Hombres de todo el planeta alucinaban con una simple mirada gratis. La paz campaba a sus anchas, reposada en una barandilla a la sombra de la dama Libertad, minutos antes de migrar.

Sí. Y en ese tiempo, por la bahía de Manhattan, las aves planeaban desde la Estatua hasta las míticas Gemelas, libres de aspiraciones turísticas. No sé si después también se desbandaron por el susto de ver que otros seres con alas invadían su espacio aéreo y les destrozaban el paisaje y la tranquilidad.

Por si acaso, siempre queda la belleza del momento congelado. Una foto.


Fotografía: Teresa Gutiérrez de Cabiedes

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