LONDRES, 1998
No lograba acostumbrarme a los chirridos de la Northern Line. Los londinenses la apodan miserable, y llevan razón, porque lo es. Vi fundirse la cola del vagón en un túnel muy negro. Me quedé sola, con el alter ego que viaja dentro, y toneladas de mugre. Mugre en las paredes, y flotando en el aire, y corriendo entre los túneles. Sólo un momento y se llenaría el andén del metro con un tropel variopinto de gente. Unos amanecían para sumirse en lo más oscuro: gentes de vida nocturna. Otros volvíamos a casa a dormir el día. Posiblemente era sábado.
Dejaba atrás una aventura, de esas únicas: pasa un tren por tu vida y lo tomas o lo dejas; basta. Trataba de saborear la alegría, el placer de haber hecho el payaso. Necesitaba tiempo y soledad, pero la muchedumbre ya había surgido, infinita, distinta, un espejo de Babel. Y aunque dicen que en el metro de Londres nadie se inmuta, ni con un elefante, muchos miraban mi aspecto cómico. Vestía de muñeca, con falda de volantes, camisa anudada en la cintura, una peluca con rizos negros, y dos brochazos rojos en las mejillas. Trataba de sonreír, por si hubiera todavía un niño.
Sólo unos minutos antes, había jugado a hacer mimo en Covent Garden. Quieta, totalmente quieta, en uno de los mercados más poéticos del mundo, vi desfilar ante mi mirada, aparentemente inmóvil, toda clase de hombres. Se oía un arpa, y el bullir de la multitud. Enseguida apareció un niño. Y luego otro; decenas. Tiraban su penique y esperaban que la muñeca moviera un pie, un ojo, algo que les demostrara que no era de piedra. Entonces ella los miraba, los alzaba al vuelo y les besaba en una mejilla. Eran árabes, y british, y judíos y… de cualquier lugar. Todos igualmente dóciles a la emoción, ingenuos, felices. Para ellos no estabas haciendo el payaso. Definitely wonderful. Y hubiera permanecido allí siglos, inmortal, como Peter Pan en Hide Park, provocando ilusiones a los más pequeños. Pero el Big Ben seguía consumiendo segundos, y era tarde.
Cuando el andén rebosaba humanidad, llegó otro tube con su eterno chirrido. Pensé si estas aventuras no son un privilegio reservado al extranjero. Sí, sólo está permitido a quien carraspea con el aire al respirar. Al que ha sentido la angustia del mudo. Y, soñando ser de la tierra, va de turista-24horas. Al que se le resbala el ánimo por el suelo de la big City y siente extrañas unas costumbres centenarias. A quien acaricia de noche el pasaporte, en el que ha escrito el teléfono del primer amigo. Y sólo sueña con la patria chica. O con hacer mimo una tarde de verano disfrutando de los niños, que son iguales de polo a polo: llevan la piel de Dios. Really.
Fotografía: Teresa Gutiérrez de Cabiedes