El otro barrio

Ya nos lo habían advertido. Nos mudábamos a un barrio donde el 80% de habitantes son inmigrantes(una de esas palabras-paraguas, con tufillo despectivo, con las que la gente te augura futuros inciertos e idiomas extraños). Por si fuera poco, nos subrayaban que compartiríamos patio de vecinos con gitanos y con otros nobles ciudadanos realojados. La verdad es que no nos tomamos demasiado en serio las profecías malignas. Al fin y al cabo, siempre nos ha gustado enriquecernos con la multitud de matices con los que Dios re-crea a sus hijos. Aunque, el día de la mudanza, nos sorprendió un cartel del administrador en el ascensor: «Se ruega máxima cautela. En los últimos días han robado en varios pisos de esta comunidad, y algunos más aparecen marcados en los teleporteros». Llegados a ese punto, no sabíamos bien si reírnos o llorar; optamos por lo primero, y por asegurarnos de adquirir dosis de prudencia extra.

Pero pasaron los días. Y la vida cotidiana, con su deliciosa naturalidad (también en ese barrio, por lo visto), hizo que bajáramos la guardia. Salí un día a trabajar y tuve un despiste imperdonable. Llevaba muchas bolsas -ya se sabe, las mujeres de hoy: los pañales para la escuela, los envases reciclables, los imponderables de Leroy Merlín para terminar de poner la casa en su sitio…- Cuando llegué a la universidad y fui a por el ordenador, no aparecía por ningún lado. Me vino a la memoria una imagen: el maletín en la acera del portal de mi casa. Y caí en la cuenta de que se había quedado allí olvidado.

El mal rato que pasé en el camino de vuelta es inenarrable. Sólo se me ocurrió empezar a rezar al Padre Pío, pidiéndole el favor de que actuara de custodio transitorio de mi insustituible herramienta de trabajo.

Sonó el teléfono móvil y vi que era mi cuñada. Me apuraba cogerle porque, a esas alturas, el coche era ya una balsa de lágrimas. Pero contesté, y me encontré con esta sorpresa: «Me acaban de llamar unos vecinos tuyos. Han encontrado tu ordenador y piden que les llames a este número». Llamé, ahora presa de la emoción, y hablé con un matrimonio y dos niñas que me esperaban en el portal de casa.

tgcabiedes-barrioElla era diseñadora gráfica. Vio mi portátil nuevo y, según me contó, se le pusieron los pelos de punta. Por fortuna, se me había desactivado la contraseña, gracias a la cual pudo indagar en mi agenda de contactos quién de mi familia vivía en la misma ciudad. También podía haber sacado mis contraseñas del Banco, todos mis datos personales y haberse quedado después con un ordenador recién estrenado. Pero no lo hizo.

Al día siguiente, mi marido, mi hijo y yo les llevamos unos pasteles y estuvimos riendo a mandíbula batiente en su parcelita de jardín. ¿Gitanos? ¿Inmigrantes? ¿OVNIS? Gente buena. Como tanta y tanta. Sí, también hay gente mala. Pero merece la pena tener abiertos los ojos a tanta gente buena. En mi barrio. En todos los barrios.


Con ojos de mujer. Alfa y Omega – Publicado el 25 de julio de 2012 

Cerrar