El domingo por la tarde estaba corrigiendo unos ejercicios de la universidad. Mi marido, que no quería distraerme, decidió ver una película clásica con la intención de «compartir tarde cerebral». Cuando, hacia las once de la noche, dejé la tarea me dijo: «Mientras preparo la cena… ¡tienes un e-mail!». Me encontré en la bandeja de entrada esta suculenta reflexión: «Si Frank Capra levantase la cabeza… quizá acabaría por realizar un remake de su mítica película “Arsénico por compasión” bajo el título “Al médico no, ¡por compasión!”. Resulta escalofriante que lo que hace no mucho fue una comedia tenebrosa hoy en día pueda hacerse realidad. Dos de las protagonistas, unas viejecitas aparentemente venerables, creen actuar con misericordia al envenenar a las personas que se sienten solas. Están convencidas de que hacen una obra de caridad: asesinar por “amor”. Cuando uno ve esas escenas siente pánico. Pero lo dramático es volver a la realidad y ver que supera a la ficción. Produce horror pensar que en lugar de vivir más dignamente nos preparamos para morir tétricamente. A qué abuelo o a quién de nosotros más tarde o más temprano… no nos daría espanto ingresar en un hospital por enfermedad y sentir la muerte más cerca de lo esperado…».
Sí, entiendo que es un poco caradura por mi parte utilizar así un plagio. Pero yo no hubiera encontrado un ejemplo mejor para dar en la diana de lo que estamos viviendo. ¿Quién no quiere morir dignamente? ¿Es necesario legislar la muerte anticipada y disfrazar ese acto criminal con el adjetivo “digna”? Pero, sobre todo, hay algo realmente grave en los razonamientos torcidos que nos propone ahora el gobierno de nuestro país. Bajo un manto de emotividad y sentimentalismo, estamos envenenando la palabra «misericordia». Nos ponen en una situación dialéctica de pendiente letal: «No podemos permitir que un enfermo sufra tanto». En efecto, debemos de poner todos los medios para atenuar o eliminar en lo posible el sufrimiento: ¿quien se niega a esto? Pero, ¿cómo ejercer esa misericordia? El corazón pide utilizar todos los resortes médicos y todo el cariño, la compañía, la esperanza que somos capaces de dar al que sufre. Así, un sufrimiento «com-partido» enriquece el corazón: porque el enfermo se convierte en un «sacacorchos» del amor más noble y auténtico. Por el contrario, si en vez de «com-padecer» (de padecer con) seguimos la senda de un individualismo egoísta y dejamos al otro a solas con su dolor, probablemente se abandonará a la desesperación: dejamos que muera su alma y hasta que desee que muera su cuerpo. Eso no es compasión, sino quitarse el muerto de encima (nunca mejor dicho), cuanto antes.
Algo análogo sucede con la compasión médica. La base de nuestro trato con el sistema sanitario es la confianza. Si no podemos confiar en que los médicos querrán sacar adelante la vida de nuestros hijos cuando vienen con un problema embrionario; si no podemos confiar en que los médicos pelearán por nuestra vida hasta el último momento, intentando que sea de la mayor calidad posible; si no podemos pisar un hospital sin correr un riesgo: ¿qué futuro tiene la medicina? ¿A quién confiar nuestra salud?
Las aporías de la razón siempre dibujan un círculo vicioso. Si empezamos por no respetar la vida, ¿de qué dignidad podemos hablar?
Publicado en COPE.ES