Alguien nos ha hecho protagonistas de una película con un guion que no hemos elegido. Un virus ha puesto patas arriba nuestro mundo geográfico y existencial. Gran oportunidad: porque sería raro que, en esta prisión forzada, no nos hagamos preguntas vitales.

El bicho va matando a demasiadas personas (y los números ya tienen rostros familiares). Un organismo ínfimo arrasa los cimientos del estado de bienestar. Han cambiado nuestros horizontes, nuestras rutinas, nuestros presupuestos. También para muchos, esta Cuaresma nos está “cuarentrenándonos” con una purificación sin precedentes de una fe que a veces dábamos por supuesta o que dejábamos languidecer cansinamente, agarrándonos a algunos ritos y buenas acciones.

No soy profeta ni hija de profetas. Quizás por eso, me sorprenden determinadas lecturas de esta hora difícil. Un interrogante pulula en el ruido mediático y estremece nuestro corazón: ¿Dios nos está castigando? Van surgiendo exégetas improvisados de la segunda venida, intérpretes forzosos de fenómenos sobrenaturales, herlados del semipelagianismo que ven la oportunidad de llamar al orden a este mundo que consideran depravado. Hay también un derroche de Gracia a través de tantos pastores que nos están sosteniendo con un ministerio que cose, más que nunca, el Cielo con la Tierra.

Estamos encerrados en casa por el bien común antes que por el propio: y eso afecta no sólo al espacio físico. Necesitamos dar razón de nuestra fe. En el bombardeo de mensajes, recibimos ejemplos de las plagas de Egipto, el diluvio universal o el castigo de Sodoma y Gomorra (he leído que resulta ¡providencial! que todos los locales de vicio estén cerrados por decreto ley). Nos certifican que este mundo nuestro se merecía un castigo por lo malos que hemos sido con Dios.

El pasado domingo (guiños de la Providencia), los fariseos le plantearon el dilema a Jesús, delante de un ciego: «¿Quién pecó, este o sus padres?». La respuesta del Maestro fue nítida: «Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 1, 6-9). Para más recochineo (la Providencia no casa con la casualidad), Jesús cura al maldecido mezclando tierra con su Saliva bendita (y lo meditamos en plena campaña higiénica de lavado de manos constante). ¿Querrá mostrarnos, el dulce Dios, que somos barro ungido por el aliento del Espíritu?

Muchos ejemplos sobre castigos divinos surgen del Antiguo Testamento. Estos días, el arcoiris se ha convertido en una especie de medicina colectiva. Y también eso nos invita a volver la mirada a la Palabra Divina. Dios prometió a Noé, tras es diluvio (ese sí fue arrasador y global): “Ésta es la señal de la alianza que establezco entre vosotros y yo, y con todo ser vivo que esté con vosotros, para generaciones perpetuas: Pongo mi arco en las nubes, que servirá de señal de la alianza entre la tierra y yo” (Gn 9, 5).

Los fariseos que discutían con Jesús estaban instalados en una Ley que apenas conocía que el rostro de Dios es misericordia. Eran hijos de su tiempo. Nosotros tenemos la ventaja de releer la Historia de la Salvación desde nuestros días. Jesucristo cargó con nuestros pecados. El Padre permitió que el Hijo muriera injustamente, pagando por adelantado la factura de todas nuestras ofensas. Y Jesús venció en su Resurrección cada pecado, enfermedad y muerte. No se trata de contraponer la Antigua Alianza con la Nueva sino de saber que vivimos en el año 2020 después de Cristo (y no antes de su venida).

Rupnik María Cruz

Contemplemos algunos sucesos durante y después el Holocausto de Dios. Un ladrón pernicioso es el primer santo, canonizado por el mismo Cristo desde la Cruz, cuando implora su salvación in articulo mortis. Pedro (piedra angular de la Iglesia) niega al Maestro tres veces, y tres veces es perdonado por su mirada de Amor (no le cayeron tres rayos del Cielo que lo dejaran fulminado para enseñanza y escarmiento de futuros Papas). Los Apóstoles, atenazados por el pánico, eran incapaces de salir del cenáculo: Jesús va a visitarles y no les recrimina su miedo atroz, sino que les inunda de paz. Más aún, sin que nadie se lo reclame, les envía al Consolador. Cuando reciben el don del Espíritu comprenden, con gozo, el desconcertante «os conviene que yo me vaya» (Jn. 16,7). Pablo, asesino consumado, no elige caer rendido al Amor mientras persigue a los primeros cristianos: y el encuentro con Jesús lo empujará a anunciar la salvación a los gentiles (excluidos del Reino por definición).

Vamos más allá: la Inmaculada, Nueva Eva, Madre de Dios (y nuestra), sufrió el dolor más punzante que un alma pueda padecer: ¿Se había portado mal? ¿O Cristo la quiso como socia privilegiada, primera alma co-redentora? Los mártires de todos los tiempos, semilla de nuevos creyentes, ¿eran (y son) más pecadores que nosotros? ¿Vivían en un mundo horrendo que Dios deseaba borrar del mapa y los escogió como víctima propiciatoria? ¿O, más bien, del costado abierto de Cristo (Víctima perfecta) mana una fuerza inaudita por la que tantos confiesan, con el precio de su propia vida, que Jesucristo es el Señor? Cuando la Madre Teresa decía que los enfermos eran misioneros imprescindibles en su tarea, ¿consolaba con baratijas a unos apestados que recibían un correctivo merecido? Cada uno podría seguir su propia lista de ejemplos orando con la Palabra de Dios y aprendiendo del tesoro del Magisterio y del testimonio incuestionable de los santos.

La soledad en la que muchos agonizan no sólo está en los hospitales ni en las casas donde hay ancianos sin compañía. Nuestro mundo gime de desconcierto. Mírate, tú que tienes fe: ¿Has hecho algo para merecerla? La Salvación se nos da gratis. Ante eso, sólo podemos vivir en permanente acción de gracias a Dios y no preguntarle demasiado: “¿Por qué me eliges a mí, pobre y pequeño, y no a otro?”.

El Resucitado (que no improvisa gestos) eligió conservar sus Llagas preciosas para siempre: ¡todas las plagas han pasado por sus llagas! Quizás necesitemos que el Médico divino nos infunda una fe nueva. Y contagiar a nuestro alrededor que, hoy y ahora ¡cada mañana!, Dios «hace salir el sol para justos e injustos» (Mt. 5, 45). Nuestro Dios amenece buscando incansablemente un encuentro de amor con cada alma.

En ese sentido, las circunstancias sí son especialmente favorables para volvernos hacia Él y recibir su abrazo que todo lo perdona. ¡En «sus llagas hemos sido sanados» (Is. 53, 5)! Si hemos caído en el temor a Dios es momento de pedirle la Gracia de convertirnos al temor de Dios. “Ahora es tiempo propicio” (2Cor. 6) para gritarle, al unirnos a Él en la Comunión espiritual: “Dentro de tus llagas, escóndeme. ¡No permitas que me aparte de ti!”. Y lo rezaremos, como nunca antes, por y con la Gracia de Dios.

Claro que somos pecadores. De los de libro. Pero pecadores redimidos. Podemos asfixiarnos en la culpabilidad o vivir en la alabanza por su Redención copiosa. No soy experta en la materia, pero el instinto sobrenatural me hace dudar de que la pedagogía amorosa de Dios esté usando una pandemia para castigar nuestros pecados. Y, si en algo me equivoco, me acojo a sagrado. Si fuéramos protagonistas del inicio del Apocalipsis, ¡ojalá nos pille confesados! Pero veo más seguro que esta cuaresma nos aboque a cantar pronto, con la rica liturgia de la Iglesia: “¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!”.